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Alhué, una villa sin villanos

Actualizado: 26 oct 2019

En la Región Metropolitana de Chile aparece en un rincón, casi cayéndose del mapa, un cajón extenso rodeado de una serranía que incluye a los Altos de Cantillana. Aquel gran valle es recorrido por un estero que parte en el oriente y desemboca en las cercanías del actual lago Rapel (que no existía en la época de la que hablaré). Rodeado por el norte, sur y este con sendos cerros, sólo ha permitido conocer sus secretos entrando desde el poniente. Curiosamente, para llegar por vía terrestre desde Santiago se debe salir de la Región Metropolitana para entrar nuevamente en ella.


Comuna de Alhué. Más pequeña que lo que fue la estancia de San Jerónimo de la Sierra.

Es un lugar encantador, donde se respira aire dulce y si uno cierra los ojos en su pequeña plaza de armas, se transporta hacia la época colonial sin detenciones. Su museo, gran esfuerzo de algunos vecinos que sintieron el deber de rescatar y dar a conocer tanto tesoro que por generaciones fueron parte de sus vidas, se ve recompensado con los turistas deseosos de palpar la tierra misma, conociendo herramientas del campo, azadones, picas e incluso un lagar de cuero de vaca; vestimentas y adornos de iglesia, fotos, etc. Para mirar y admirar.


Su iglesia data justamente de la época de la fundación de la villa y es otro argumento más para visitar Alhué. Acabo de escribir “villa”, pero en realidad no es villa… Como su fecha de fundación, 19 de agosto de 1755, no es su fecha de fundación o como el nombre que alguna vez recibió su plaza de Armas en honor a quien habría posibilitado la villa, don Antonio de Gamboa, que en realidad fue su principal opositor. A veces, se escapan los detalles.


Décima de don Rosalindo Allendes Vargas, recopilada en 1960.

Tierra de puetas. Es conocida tradicionalmente por antiguas historias y creencias relacionadas con el diablo. Se dice que su nombre significa “lugar de espíritus” o “alma de muerto”. Al respecto, la destacada folklorista Margot Loyola musicalizó una resbalosa citando dos lugares del sector: “Dicen que el diablo nació entre Pichi y Talamí”. Justo Abel Rosales escribió Los amores del diablo en Alhué en 1895, basado en un juicio seguido a un vecino de la villa San Jerónimo de la Sierra de Alhué a fines del siglo XVIII.


Se ha dicho también que una parra antiquísima que aún vivía en el siglo XIX había sido plantada por la primera encomendera del cacique Yabalgâlgüe, doña Inés Suárez. Si de historias se trata, Alhué tiene muchas. Un gran estudioso del lugar ha sido Hernán Bustos Valdivia, quien ha publicado 3 libros sobre este entrañable pueblo, destacando “Alhué, huellas de 5 siglos”, donde en un muy bien documentado trabajo expone la historia de este rincón encantado.


Mi interés por este lugar especial tiene un origen egoísta, tengo antepasados alhuinos y llevo años (muchos) estudiando la época colonial y los pobladores de todo el valle. Su historia como estancia, el oro, la villa y las numerosas vivencias de antaño que van saliendo a la luz en largos juicios. Puedo decir que la vida que llevaban entonces era muy activa en todos los ámbitos.


Hacia 1739, según Vicuña Mackenna, o 1736-1737, según Carvallo Goyeneche, se habrían producido los primeros descubrimientos de vetas de oro. Esto llevó a que más interesados cateadores comenzaran a recorrer los cerros de Alhué y también solicitaran permisos de explotación. Ya en 1740 un tal Pedro López construyó el primer trapiche, indispensable para moler las piedras y extraer el oro. Como la minería era muy importante para la corona, el dueño de la tierra debía dejar que se explotara (aunque no quisiera), pero les podía cobrar arriendo por el espacio que usaran para instalarse cerca de las vetas. Poco a poco comenzaron a llegar peones y se formó un “asiento” minero. Todos ellos necesitaban alimentación, ropa, diversión y hasta -indispensable en aquella época- una capilla para orar y contar sus pecados. Con el correr del tiempo, la fiebre del oro ya había llegado.


Hacia 1752, don Ignacio de Baeza Valenzuela (apoyado por el cura de San Pedro, don Bernardo Carreño), junto a otros mineros solicitó al gobernador licencia para fundar una villa. Aparentemente contaba con la venia del dueño de la estancia, don Bartolomé Pérez de Valenzuela. La idea era poblar un lugar cercano al asiento, donde hubiera comercio y los mineros tuvieran todos sus suplementos para la explotación. Esta solicitud coincidía con el ímpetu fundacional del gobernador Manso de Velasco y su sucesor don Domingo Ortiz de Rozas, quienes formaron San Felipe, Talca, San Fernando, Rancagua, Curicó, Illapel, La Ligua, etc., así que la solicitud de Baeza cayó en terreno fértil y el 26 de enero de 1753, el gobernador decretó la fundación de la villa en el “asiento de San Jerónimo de la Sierra, (que será en adelante la vocación de dicho lugar y su santo patrón)”.


Décima de don Nemoroso Allendes Vargas, recopilada en 1960.

El 26 de junio de 1753 “…hallándome entendiendo en el adelantamiento de esta nueva población de San Jerónimo como Va me tiene mandado, advierto por ahora el estado en que se halla dicha población”; decía don Ignacio Baeza que la iglesia se había trasladado a su lugar definitivo, tenía una capilla y estaba construyéndose; se habían repartido los sitios, diez familias tenían casa de paja, y el propio teniente de corregidor pensaba trasladarse para la primavera. A fines de ese año comenzaron a construirse dos molinos, los que reportaron un enorme beneficio para la comunidad. Como puede observarse, la villa ya estaba funcionando como tal en junio de 1753, así que celebrar su fundación el 19 de agosto de 1755, no tiene asidero. En aquel día sólo se revisó una nómina de habitantes. La fecha más apropiada, sería la del decreto dado por Ortiz de Rozas, como bien lo advirtió Hernán Bustos.


El diablo mete la cola


Aunque aparentemente don Bartolomé Pérez de Valenzuela había estado de acuerdo en ceder parte de sus tierras para la creación de la villa, en 1753 se opuso terminantemente. Aludió primero que no se contaba con la cantidad de familias necesarias; luego, que el paraje escogido no era el adecuado, además de que dividía sus tierras; que escaseaba el agua en verano y se inundaba en invierno... Con esto intentó impedir su fundación en un largo juicio contra los nuevos pobladores.


Como resultado, en 1758 no se tenía total claridad sobre la continuidad de la villa, tanto que incluso se publicó un decreto que establecía que los pobladores debían pagar arriendo. Pasados cinco años de la fundación, la población contaba con “casas de teja y otros varios que compone aquel vecindario y cercados de tapias y casas de paja”. Pero con la iglesia “han dispendido (parado la construcción) hasta cerciorarse si debe continuar o no dicha villa”. Pedía don Pedro Granados al gobierno el 23 de enero de 1758 que “se sirva declarar si debe proseguir o no la población de dicha villa a fin de evitar los gastos que ocasionan las fábricas”.


En el intertanto falleció don Bartolomé, lo que parecía el fin de la pelea. Sin embargo, don Antonio Gamboa quedó como dueño de la estancia del Potrero de Alhué, justo donde estaba la villa y lo que hizo fue continuar con el juicio, mientras vendió también grandes porciones de terreno.


El 11 de noviembre de 1765 el gobernador Guill y Gonzaga, dándole el favor a Gamboa “…debía revocar y revocaba el auto de fojas 34 proveído en 26 de enero de 1753, con que se manda a erigir en villa con el nombre de San Jerónimo de la Sierra, el asiento de Alhué…”.


Don Ignacio Baeza siguió apelando la resolución y pidió que se viera el estado de la villa antes de hacer cumplir lo mandado. La visita se oficializó en 1767, fecha en que se contabilizaron 60 solares, 7 ranchos y 11 tiendas, además del avance de su iglesia. Pero el veedor reportó que había escasez de agua, vientos violentos, que el “cajón es destemplado y excesivo en calor y frío, en todas las estaciones” y encontró “penosa dicha ubicación, y solo adaptable para los venerables ermitaños de los cerros”. Con esto último se terminó por sepultar las esperanzas de continuar con la villa.


Una solución inesperada


Sin embargo, la solución positiva para la población, sólo podía venir de la mano de un acuerdo monetario. Y así fue; el 4 de julio de 1770 el maestre de campo don Antonio Gamboa compareció en Alhué ante el teniente de alcalde mayor de minas don Ignacio Baeza. Los antagonistas de tantos años por fin iban a sellar el que sería un acuerdo definitivo.


En ese momento don Antonio Gamboa dio “… en venta real por juro de heredad desde ahora y para siempre jamás a los pobladores de la dicha villa (…) una suerte de tierras en donde está formada dicha villa que se nombran el valle del Nuevo Reino…”, y recalca que “…ahora y en todo tiempo le serán seguras dichas tierras y que a dichos pobladores ni aparte de ellos les será puesto pleito ni embargo ni contradicción alguna a dichas tierras…”.


La venta se acordó en 650 pesos, de los cuales se pagarían al contado $150, quedando el resto a pagar a un interés del 5% anual. Además, quedó constancia que don Antonio Gamboa se quedaría con una cuadra en el lugar que estimase conveniente. Así fue como la población pudo seguir adelante. Luego de tantos problemas, la tenacidad de don Ignacio Baeza se sobrepuso a los obstáculos.


Sin embargo, jurídicamente la flamante villa de Alhué ya no era villa desde 1765, siendo el único caso que he visto en que se revierte una fundación y don Ignacio Baeza el único superintendente colonial, lo más parecido a un alcalde en la actualidad. Así que, realmente fue villa tan sólo 12 años. Aunque eso no impidió que para todos los efectos se comportara como tal. Tanto así que en 1791 el corregidor de Rancagua ordenó que los vecinos de la villa pagaran por su mantención, cercar calles, cambiar el curso de una acequia y dejar la plaza originalmente de una cuadra reducida a su cuarta parte para vender las otras partes y tener dinero para las obras. Los vecinos recordando lo que había ocurrido alegaron que esta villa no es más villa que en su nombre, pero finalmente no tuvo eco el reclamo.


Hacia 1787 se contabilizaron en el sector de la "villa" 1.174 almas, de las cuales 111 fueron clasificadas como caballeros, 718 españoles, 65 mestizos, 74 indios, 166 mulatos libres y 40 esclavos. En 1813 la cantidad de habitantes se mantuvo prácticamente intacta, aunque hacia ese entonces en la villa había muchas más casas construidas y la convulsión por la época independentista también se había hecho presente. Actualmente se sigue extrayendo el oro de aquellos cerros que tanto podrían contarnos.


Firma de don Ignacio Baeza Valenzuela, 1752.

Don Antonio Gamboa se fue a vivir a su estancia Santa Inés, heredada de su primera esposa. Los primeros vecinos asentados, los Gárate, Miranda, Pavez, Soto, Urbano, Vargas, Torres, Zúñiga, etc. dejaron descendencia que todavía vive en los mismos parajes.


El gran precursor de la fundación, don Ignacio Baeza, murió pobre y cansado, pidiendo que perdonasen deudas suyas. Pero a estas alturas, me parece que los alhuinos tienen una deuda con él, ¡qué bonito sería que se le rescatara del olvido y alguna calle o placa llevara su nombre! Un pueblo tan rico en tradiciones con una historia de casi cinco siglos, merece recordar a sus forjadores.



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