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El pícaro Céspedes

Actualizado: 13 mar 2022

Durante el siglo XVII se fueron poblando varios lugares del Chile Central, donde las extensiones de tierras eran significativas y relativamente baratas. Era común que estas propiedades cambiaran de manos rápidamente y también que las familias se mudaran a territorios cercanos, como en el caso de Álvaro de Céspedes, un joven que nació en la doctrina de Rapel (Colchagua hacia la costa), que contrajo matrimonio con doña Narcisa de Osorio a fines de aquella centuria, y que vendió las 200 cuadras en un lugar denominado Cuchicorral, con las que fue dotada su esposa, en 1700.


Así que, la joven pareja se trasladó a una estancia cercana, llamada Santa Inés, que en su momento había sido propiedad de los mercedarios, quienes fundaron un convento que bautizaron con ese nombre para recordar a doña Inés Suárez; de hecho, en el lugar se conservaba un lienzo con el retrato de quien fuera la primera mujer europea en Chile. Pero, en esos años era don José de Ureta el dueño, y necesitando un mayordomo, aceptó los servicios de Álvaro de Céspedes.


Las estancias de entonces producían trigo y vino (aguardiente a veces); además de criar ganados y fabricar cordobanes, suelas y otros derivados del cuero. Los trabajadores iban poblando cerca de caminos y ríos, haciendo ranchos, que eran las casas de entonces, de quincha y paja principalmente. Muy pocos podían levantar construcciones de adobe y teja. En fin, aparte del personal y sus cercanos, vivían en aquellos lugares los familiares del dueño, allegados y servicio doméstico, siendo común encontrar a vecinos y viajeros también.


Estando ya instalado Céspedes y su esposa, comenzaron a comunicarse con todos quienes habitaban el sector, entre ellos sus primos Núñez que vivían en Loica y don Juan de Ureta, sobrino del dueño de la estancia y que también tenía una casa allí, junto a su esposa doña Ana María de Armijo. Luego de conocerla, parece que Álvaro quedó maravillado de aquella mujer y a poco andar decidió tomar una iniciativa amorosa [1].

Entonces, según lo que relata el furioso esposo, Álvaro enviaba a un esclavo de su patrón don José de Ureta, a quien llamaban el maulino, con mensajes para doña Ana María. Pero, ella respondía disuadiéndole “de sus depravados intentos, haciéndole decir que era un pícaro desvergonzado… y que si no sabía que era mujer honrada y casada”.


Sin embargo, se ve que Álvaro no quedó muy contento con las respuestas y la noche del 15 de agosto de 1702, aprovechando que don Juan de Ureta había salido de su casa, llamó al Maulino y le envió otro recado, para que doña Ana María fuese “a un paraje donde la esperaba”, pero nuevamente obtuvo la misma respuesta con el agregado de que amenazó al negro esclavo de molerlo a palos si continuaba con esto. Se ve que Céspedes era un hombre de recursos y convenció a una negra esclava de doña Ana María, para que sacara de la casa a un mulatillo y así esta última quedara sola. Entonces, Álvaro utilizando una manta de rebozo entró al cuarto y apagó la vela que iluminaba la habitación, inmediatamente trabó una breve conversación con la señora e intentó forzarla, pero doña Ana María se defendió lo suficientemente bien como para quitarle la manta y huir hacia la cocina donde se encontró con algunos sirvientes que la defendieron, de tal suerte que Céspedes tuvo que huir. Al rato llegó el marido y se enteró de lo que había ocurrido.


Todo lo anterior es lo que cuenta don Juan de Ureta quien, al día siguiente en la mañana, junto a su (medio) hermano don Antonio Chavarría, ambos con sus espadas más un mulatillo llamado Salvador; llegaron cerca del rancho de Álvaro de Céspedes y al encontrarlo, Ureta lo encaró:


- ¡Ven acá pícaro!, ¡cómo tuviste desvergüenza para ejecutar los desacatos de anoche y querer violentar a mi mujer![2]

Entonces, he aquí uno de los momentos de película o que parecieran sacados de una novela de ficción. Álvaro fue a su rancho y sacó “su espada desnuda” y cuando yo creí, mientras leía el juicio, que lo hacía para defenderse con decisión, pasó lo impensado.

“la volvió a envainar y… con ella le dijo [a Ureta]:
- Señor don Juan, no sé por qué usted hace esto conmigo, yo no le he agraviado en nada y si lo he hecho en algo, aquí está mi espada, no manche usted la suya y máteme con ella”.

Don Juan de Ureta, en sus propias palabras, “se templó” (suavizó) y solamente atinó a demandar la presencia del esclavo Maulino para averiguar la verdad del asunto, pero Álvaro se opuso y finalmente fue él quien junto a sus aprehensores se dirigió a la casa de Ureta, donde su mujer le enrostró el alevoso ataque, pero tal parece que doña Ana María no convenció a su esposo y éste volviéndose a Céspedes lo despidió advirtiéndole que no hiciera “algún desatino”.


Aunque no era un pueblo propiamente tal, las noticias corrían rápido y llegó a casa de don Juan su primo del mismo nombre, quien comenzó a azuzarlo sobre el asunto, de tal forma que Ureta se encolerizó y ahora ya “destemplado”, se armó con una daga y un chuso, y fue a buscar a Céspedes. No lo encontró en el paraje del Dulce Nombre de Dios, donde vivía, pero en Santa Rosa sí estaba, por lo menos encontró la yegua del seguramente escondido hombre. Ofuscado, no halló mejor cosa que matar al inocente animal. Al poco rato, su hermano Antonio lo encontró y lo convenció para irse, pues era tarde.


Álvaro, según lo que declaró Ureta, al siguiente día le envió “un papel de desafío” donde le indicaba que lo esperaría en Las Juntas del Cachapoal con espada y daga y que “ahí le daría satisfacción de su persona”. Eran tiempos violentos, donde los problemas podían "arreglarse" con la muerte. Para este duelo don Juan se hizo acompañar del mulato Salvador, quien llevaba una medialuna por si fuera necesario defenderse de más adversarios (supuestamente). Cuando llegó Ureta al punto de encuentro, Céspedes que estaba juntando cabritos, se dio cuenta de la presencia de su duelista, pero tomó un caballo y escapó hacia el rancho, Ureta lo siguió y no pudo evitar que entrara a esconderse en él. Todo según lo que declaró el último.


Ureta quiso seguirlo al interior de la casa, pero en la puerta se encontraba un mozo, primo de Céspedes, llamado Cristóbal Núñez quien, con espada desnuda en mano, se instaló a defender la entrada con gallardía y arrojo dignos de la mayor admiración (no se nota que Cristóbal es mi antepasado, no?, jejeje). Bueno, el punto es que Ureta no pudo ingresar y comenzó a gritarle a Céspedes para que saliera y lo enfrentase, pero seguía escondido. Así que, “ciego de la cólera y no viendo lo que hacía, fue y trajo un tizón de fuego y le pegó a una parte del rancho”, obligando a que un momento después Álvaro de rodillas le suplicara perdón.


La versión de Céspedes y varios testigos es distinta, básicamente que se encontraba trabajando cuando Ureta llegó con el mulato, ambos armados, para matarlo. Como no podía defenderse solo, se escapó al rancho donde estaba su primo segundo Cristóbal Núñez, a quien le gritó al llegar “¡que me matan!, ¡coja su espada y defiéndame!”. En la casa estaban también su mujer e hijos.


Cuando don Juan de Ureta tomó el tizón, lo que hizo fue prenderle fuego a la vivienda, de tal suerte que Céspedes y familia lograron salir de la endeble construcción, aunque el mulato Salvador con su medialuna intentó impedírselos. Como resultado, Álvaro de Céspedes perdió prácticamente todos sus bienes, pero salvó su vida y las de su familia.


En marzo del año siguiente, en 1703, luego del pleito interpuesto por Álvaro contra el agresor, don Juan de Ureta fue llevado prisionero a Santiago, siendo embargado y multado con 100 pesos. También se le castigó con el destierro del lugar a una distancia de 20 leguas, por un año.


Por suerte a Cristóbal Núñez no le pasó nada, tenía 21 años al momento de estos sucesos y al poco tiempo contrajo matrimonio y tuvo descendencia que permitió que esta historia se cuente hoy.


Álvaro y su mujer fueron vecinos fundadores de la villa de San Fernando en 1744 y dejaron también varios hijos. Sobre el incidente, Álvaro de Céspedes negó cualquier intento de ataque a doña Ana María de Armijo.


La mitad de la multa impuesta a don Juan de Ureta quedó para el fisco y la otra mitad fue dada a doña Narcisa de Osorio, la esposa de Álvaro, para que con ese dinero pudiera recomponer su hogar. Ahora, ¿por qué le entregaron a ella el dinero y no a su esposo?, ¿será que Álvaro no era tan inocente?



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[1] Basado en un juicio que se encuentra en el Archivo Nacional Histórico, Real Audiencia, Vol. 2722, pieza 12.

[2] Pícaro entonces era un insulto grave, referido a un tipo sinvergüenza, tramposo, de lo peor.

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